...decía Cézanne.
“Monet sólo es una mirada, ¡pero qué mirada!”, decía Cézanne. Su mirada estaba enferma y apunto estuvo de llevarle a la ceguera, en la misma época en la que trabajaba en la serie de nenúfares, mítica obra maestra del Impresionismo, que el artista regaló a Francia en 1918 para celebrar la victoria gala tras la Primera Guerra Mundial.
(...)Monet (1840-1926) ganó la batalla a las cataratas, una terrible discapacidad visual que le obligó a modificar su paleta para plasmar en la tela momentos precisos dentro de sus condiciones de visión.
Claude Monet se mudó a Giverny en 1883, donde empezó a cultivar todas las variedades existentes de nenúfares- entre ellos nenúfares blancos o “lunas de agua” que inspiraron su famosa serie Nenúfares de 1914 a 1926- en un “jardín de agua” atravesado por un “puente japonés”. Tras el armisticio del 11 de noviembre de 1918 escribió a su amigo Georges Clemenceau, entonces primer ministro: “Estoy a punto de acabar dos paneles decorativos que me gustaría firmar el día de la victoria y regalárselos al Estado. Es poco, pero es la única forma que tengo de participar en la alegría colectiva”.
Clemenceau visitó Giverny y propuso a Monet instalar sus Nenúfares en la Orangerie de las Tullerías, a orillas del Sena, un lugar privilegiado para este pintor que veneró la naturaleza durante toda su vida. Monet quería regalar a Francia un conjunto decorativo de ocho composiciones murales inmensas que tenía previsto instalar en dos salas de forma elíptica bañadas con luz natural. Sobre 22 paneles de 2 metros de alto y cerca de 100 metros de largo se desarrollaría un paisaje de agua jalonado de nenúfares, ramas y sauces, reflejos de árboles y nubes, que darían al visitante “la impresión de mirar un todo sin fin, una onda sin horizonte ni orilla”.
Monet, que por entonces ya se había hecho construir un nuevo taller en Giverny, trabajó sin descanso para terminar su regalo histórico a Francia. Pero en 1912, con 72 años de edad, empezó a sentir los primeros ataques de cataratas, dándose cuenta de que había perdido la visión de su ojo derecho. Un especialista diagnosticó una catarata bilateral, más pronunciada en el ojo derecho que en el izquierdo, que empañaba su visión de los colores - un drama para este enamorado de la luz y del color. Monet rechazó operarse, como le aconsejaba su amigo Clemenceau, temiendo que la intervención le dejara ciego o alterara su percepción de los colores. Sólo en 1923, cuando su ojo izquierdo estaba tan débil que apenas podía leer ni escribir, aceptó la operación, que resultó todo un éxito. Así, logró terminar su serie de Nenúfares, a la que dedicó los últimos veinte años de su vida, pero nunca llegó a ver su museo, un lugar mágico que el pintor André Masson llamaría “la Capilla Sixtina del Impresionismo” y que fue inaugurada en mayo de 1927, pocos meses después de la muerte de Monet, el 5 de diciembre de 1926.
Clemenceau visitó Giverny y propuso a Monet instalar sus Nenúfares en la Orangerie de las Tullerías, a orillas del Sena, un lugar privilegiado para este pintor que veneró la naturaleza durante toda su vida. Monet quería regalar a Francia un conjunto decorativo de ocho composiciones murales inmensas que tenía previsto instalar en dos salas de forma elíptica bañadas con luz natural. Sobre 22 paneles de 2 metros de alto y cerca de 100 metros de largo se desarrollaría un paisaje de agua jalonado de nenúfares, ramas y sauces, reflejos de árboles y nubes, que darían al visitante “la impresión de mirar un todo sin fin, una onda sin horizonte ni orilla”.
Monet, que por entonces ya se había hecho construir un nuevo taller en Giverny, trabajó sin descanso para terminar su regalo histórico a Francia. Pero en 1912, con 72 años de edad, empezó a sentir los primeros ataques de cataratas, dándose cuenta de que había perdido la visión de su ojo derecho. Un especialista diagnosticó una catarata bilateral, más pronunciada en el ojo derecho que en el izquierdo, que empañaba su visión de los colores - un drama para este enamorado de la luz y del color. Monet rechazó operarse, como le aconsejaba su amigo Clemenceau, temiendo que la intervención le dejara ciego o alterara su percepción de los colores. Sólo en 1923, cuando su ojo izquierdo estaba tan débil que apenas podía leer ni escribir, aceptó la operación, que resultó todo un éxito. Así, logró terminar su serie de Nenúfares, a la que dedicó los últimos veinte años de su vida, pero nunca llegó a ver su museo, un lugar mágico que el pintor André Masson llamaría “la Capilla Sixtina del Impresionismo” y que fue inaugurada en mayo de 1927, pocos meses después de la muerte de Monet, el 5 de diciembre de 1926.
La artista estadounidense Lilla Vabot Perry, que pasó diez veranos en Giverny, cuenta que Monet, vecino del que además fue alumna, “habría querido nacer ciego y haber recobrado la vista de golpe, empezar a pintar ignorando todo de los objetos situados ante él. La primera mirada hacia el motivo, decía, era siempre la más auténtica, la más fiel”.
En el apasionante catálogo de la exposición, el doctor Philippe Lanthony, oftalmólogo especializado en la patología de la visión del color, explica que “Claude Monet decía que quería tener una mirada del mundo lo más nueva posible. Decía que no pintaba una hoja, pintaba la mancha verde que veía, sin preocuparse de saber si era una hoja ni el árbol en el que se encontraba (...). Separaba desde el principio la información sobre el color de aquella sobre la forma y sobre la situación espacial. Ahora bien, las investigaciones de la neurofisiología moderna han demostrado que este proceso es exactamente el mismo que realiza el aparato visual”.
Antes de la operación, Monet ya no percibía los colores con la misma intensidad (“los rojos me aparecen borrosos”) y le costaba reconocer sus tubos de colores, fiándose sólo de las “etiquetas” y del “orden invariable” que había adoptado “para extender las materias sobre las paletas”. Tampoco percibía los azules.
Tras la operación, se quejaba de ver “un mundo demasiado amarillo, demasiado azul”. Sus gafas especiales, el objeto más emotivo de la muestra junto a su paleta de madera, le fueron recetadas para remediar estos defectos, debidos a “que la retina de un ojo operado de cataratas recibe mucha más luz que la retina de un ojo normal”, según el doctor Anthony, por la ablación del cristalino, que hace de filtro. Los cristales teñidos de las gafas “imitan el color del cristalino sano”.
“Lo que hace mágica la retina de Monet es que a menos de un metro de distancia, en el pelotón de colores o de tonos mezclados, por yuxtaposiciones o superposiciones, en un campo de inextricables mezclas, es capaz de ver la representación del modelo de forma igual de precisa de cerca como de lejos. No se me ocurre otra explicación para que el estado de la retina del pintor se adapte de forma instantánea de punto de vista en punto de vista...”, explicaba Georges Clemenceau, un amigo solícito, aunque no un especialista.
“Observando los nenúfares cada vez más cerca cada año, Monet, como en estado de hipnosis, pasa del espectáculo normalmente inscrito en su campo de visión a un acercamiento que le absorbe; se inclina hacia el estanque, pide que le instalen el caballete a ras del suelo y finalmente olvida el equilibrio, sin que nada ya indique dónde es arriba, el cielo, y abajo, el agua. Ambos se mezclan íntimamente, al igual que Monet y la naturaleza se absorben uno dentro del otro”, explica el historiador René Huygue.
Para explicar mejor esta originalidad de los nenúfares, los comisarios de la exposición han elegido una presentación a ras del suelo de esta obra de Monet (obviamente no se trata de aquellos del museo de la Orangerie, inamovibles en sus salas ovales), obligando a los visitantes, como pretendía el pintor, a inclinarse hacia el agua. Esta presentación anula cualquier perspectiva, tan desarrollada en casi toda la obra de Monet.
“Con los nenúfares vistos de cerca y desde arriba, la distancia y la perspectiva se anulan. La superficie del estanque se hace plana, sin línea de horizonte, que desaparece desde las primeras telas (...). Es un ‘espejo de agua’, sin orientación vertical u horizontal. La mirada ya no está dirigida (...). Narciso ya no se ve en el espejo. Tampoco está sobre el espejo, sino dentro. Se ha transformado en nenúfar”, señala Jacques-Louis Binet, secretario histórico de la Academia Nacional de Medicina.
Los colores también participan en esta transformación del espacio, ya que la paleta de Monet también ha sufrido una transformación. “Cuanto más contraste de colores, más reflejo de pinceladas. Grandes espacios casi monocromos de colores fluidos pero próximos dentro del círculo cromático, el verde o el azul a veces teñido de violeta, donde se confunden el agua del estanque con los reflejos del cielo, grandes espacios finalmente bastante oscuros sobre los que se liberan el blanco o el amarillo, a veces el rojo de las flores o de algunos nenúfares, apenas dibujados, sino más bien rodeados, ceñidos, pero proyectando torbellinos de luz...”.
Un pequeño detalle pintoresco: durante toda su brillante carrera de pintor, Claude Monet nunca pintó el arco iris.
Claudine Canetti